La isla saludó su presencia, hace ya 67 años, en el barrio de La Florida de La Orotava. Por entonces, el jurado de niños descubría el mundo a borbotones, corriendo sin límites por campos y granjas, mientras en sus juegos infantiles -entre bofetadas y piedras, y unos cuantos amores precoces- crecía el deseo de madurez. Era la época de este naciente turismo que convertía al Puerto de la Cruz en uno de los centros de ocio de Europa, el lugar idílico que concentraba las miradas ilusionadas de estos adolescentes tendidos en las afueras del valle. “A los 15 años entré a trabajar en un hotel”, recuerda Antonio Aguiar. “Eso era lo que había”, dice, y reconoce que aunque trató de continuar con sus estudios “realmente me fue imposible”.
El proyecto de este hombre, elegante imagen de un guanche, no se detuvo: “Hasta dieciséis horas seguidas de trabajo y, claro, como había un Sindicato vertical, callado y sin preguntas. Pero en su cabeza ya cruzaba fronteras ya los 17 años se embarcó en la aventura, “y también, solo”.
Con una dirección en una mano y una maleta llena de deseos en la otra, Antonio voló a Barcelona, hizo escala en Sitges y viajó en autobús por Francia hasta Ginebra, para poner rumbo desde allí hacia la frontera con Austria: «La mejor experiencia de mi vida», dice plenamente convencido. “El servicio en Suiza es de una categoría alta y aprendí mucho, mucho”, formándome como barman y también en la cocina. Y allí terminó de desarrollarse, tanto humana como profesionalmente, o tal vez ese fue el comienzo de lo que estaba por venir.
Y como si de pronto despertara ese niño que lleva dentro, recuerda su título de Campeón de España de barman y el segundo puesto que obtuvo en el Mundial como miembro de la selección nacional, que se disputó en el Algarve (Portugal). “En Sitges no me dejaban competir porque siempre ganaba”, y se echaba a reír. “Una vez traje guayabas y todos se sorprendieron; en otra ocasión hice un coctel con papaya, usando la misma fruta como base”, y su mirada se desvía.
De vuelta en la isla, su mente estaba ocupada con un objetivo: trabajar, y trabajó como mayordomo durante varios años en el Casino Taoro hasta que decidió abordar un proyecto personal: la Bodega Santa Úrsula, «reconocido entre los cinco mejores restaurantes del la Isla», declara con orgullo, un lugar donde practicó una innovadora cocina de mercado, trabajando quesos y menudencias: callos, sesos, riñones, lengua, manitas de cerdo rellenas de hígado… la primera división y muchos futbolistas peninsulares vinieron a saborear mis platos”. Antonio ya estaba marcando la pauta.
De ahí, una estancia en el Casino de La Laguna y viajes al Sur, como profesor, hasta que la jiribilla le volvió a pegar, «soy un gilipollas inquieto», reconoce sin pudor, y dio a luz otro establecimiento de referencia: el Casa del Milo. Allí, durante trece años, maduró un merecido prestigio que todos crujieron con enorme placer. Tal fue así que en 1985 recibió el encargo de organizar el banquete con motivo de la inauguración del Observatorio del Roque de los Muchachos, en la isla de La Palma, así como sus servicios eran continuamente requeridos por los hoteles de cinco estrellas en gala. se organizaron cenas.
La fama de Antonio Aguiar corrió de boca en boca, su nombre se repitió -siempre con un tono suave- en los círculos gastronómicos y fue entonces cuando los dueños del restaurante La Fundación, en Santa Cruz, lanzaron el desafío de retomar esta deprimida empresa, con mando en la plaza y en pleno centro de la capital. «Era difícil; viviendo en el Norte, iba y venía todos los días por Santa Cruz», recuerda, pero se le iluminan los ojos al mencionar esta «refinada cocina canaria», de la que se enorgullecía sentado en mesas con manteles y servilletas de tela, que sorprendieron hasta a los más incrédulos.
Todavía hoy tira de memoria y recita un menú que preparó para los miembros del plan de gastronomía del Cabildo, en el que participó Rafel Anson, entonces presidente de la Real Academia de Gastronomía de España, y en el que cocinó, entre otros platos, crema de aguacate con gambas y morenas deshuesadas, servida en una salsa hecha con sus propios huevos, lo que le valió los elogios de Anson, que se levantó de su asiento para decirle: «Nunca he probado nada igual, Antoine».
La siguiente escala de este hombre inquieto está escrita con mayúsculas: Casa Lala, en el barrio de El Durazno, en La Orotava, lugar fundado en su tiempo por una cocinera de buena mano, Candelaria Martín Cruz, donde daba de comer a los trabajadores del local. hasta que en 1982 la señora decidió jubilarse, dejando a su hija y yerno en la cocina.
Antonio Aguiar vio entonces su momento y en la primera oportunidad se hizo cargo de este lugar, que para él representó un regreso a sus queridas raíces. En este popular restaurante se ha mantenido fiel a su jeito, dando la vuelta al recetario canario con su toque único y sazonada sabiduría de exquisita sencillez. Platos como el caldo de pescado con arroz o guisos; pulpo a fuego lento en pimiento verde, aceite de oliva virgen y vinagre macho; estofado de cordero pelibuey; sabrosa carne de cabra; conejo con salmorejo o castañas… ha recuperado su condición de cocinera. En sus propias palabras, Casa Lala se había convertido en un “guachinche ilustrado”.
Con todo, uno de los grandes valores de Antonio es su devoción por la cocina cuaresmal, que acabó transformando su lugar en un lugar de peregrinación durante la celebración de la Semana Santa para los devotos de los deliciosos platos a la cuchara, los cereales o el pescado… Estos días se han sucedido de año en año para deleite de tantos paladares.
Pero su condición de nómada le empuja a buscar un nuevo alojamiento y pone rumbo a la costa. Desde hace algunos años, Antonio Aguiar regenta el Bistró que lleva su nombre en el Puerto de la Cruz, en la calle El Lomo esquina Pérez Zamora, a poca distancia de la maresía. Allí, con Victoria Acosta, sigue disfrutando de sus cuidadas elaboraciones, respetuosas de la cocina de mercado y defensora de los productos canarios, a los que ensalza con mimo y orgullo.
Lo cierto es que se niega a retirarse y sigue ahí, con aromas de eternidad, al pie de sus dos fincas, en Aguamansa y La Florida, y repartiendo bocados de sabiduría.
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